En las postrimerías de la segunda década del siglo XX, el filósofo español José Ortega y Gasset escribió en su libro La rebelión de las masas una sentencia lapidaria: «… lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera». Suena elitista, como corresponde al pensamiento conservador del filósofo, pero en esta época de influencers, youtubers, comentaristas radiales y televisivos y «periodistas» de a dos por chele, pocos osarían disputarle la razón.
A esta imposición de la vulgaridad asistimos los dominicanos desde que el sol asoma hasta que el día termina. El denuesto, el lenguaje prosaico, la estridencia y la gestualidad desaforada son la dopamina que impulsa al vulgar mediático a no desmayar nunca.
Escasas todavía, algunas voces comienzan a pedir frenos. A una pregunta al respecto, el presidente Luis Abinader respondió que la publicidad gubernamental no debería colocarse en medios que «difamen, propaguen noticias falsas o promuevan conductas que contravengan normas elementales de decencia».
El uso del condicional «debería» es un chorro de agua fría sobre las expectativas de una medida gubernamental decidida. Como jefe de Estado, y como lo ha hecho respecto a otros asuntos (compra de vehículos, viajes al exterior, fiestas, etc.), bien pudo anunciar, por lo menos, la intención de diseñar una política de colocación publicitaria que limpie el excesivo y discrecional presupuesto manejado por la Diecom, los ministerios y otras dependencias.
Que nos perdone el presidente, pero su opinión sin anclaje no provocará otra cosa que escepticismo en unos y, en el otro lado, la sonrisa cínica de quienes saben que no serán tocados ni en la boca, ni en la pluma ni en los bolsillos, por un gobierno que, replicando minuciosamente las perversiones de los anteriores, confía la salvación de su alma a la obsecuencia de los medios, sin que importe la calidad de sus contenidos.
Ninguna mejor prueba que la miríada de «periódicos digitales» (precarias web nutridas del robo de noticias a medios establecidos), en los que la publicidad gubernamental borbotea impúdica. Lo mismo sucede con los canales en YouTube desde los que personas de toda ralea despotrican contra quien les venga en ganas.
Pero no es la publicidad el único beneficio concedido por el gobierno a los vulgares, reconfirmándolos en su primacía. También otros e incontables privilegios como, por ejemplo, invitaciones a eventos internacionales con gastos pagados para pasear por ciudades de las que a duras penas conocen el topónimo. No fabulamos. A la última Fitur fue invitada una conspicua representante de la especie bovina, sin que nadie pueda siquiera imaginar sus méritos. Para buscarlos haría falta no la linterna de Diógenes, sino una LED de alta potencia, aunque sin garantía de hallazgo alguno.
Nadie sensato y convencido demócrata aboga por la censura. Pero sucede que esta sociedad está siendo seriamente lesionada por vulgares y difamadores mantenidos y financiados con el dinero público, que es dinero de nosotros todos, sus víctimas. Y así no vale.